Algo está pasando con los jueces, que están presentes en los ámbitos más importantes de la actualidad. Con las medidas sanitarias contra la COVID-19, en las elecciones catalanas, y ahora también en la convocatoria de elecciones en la Comunidad de Madrid, los jueces están en el primer plano de la actualidad. Y están presentes de una forma muy peculiar. Están resolviendo en horas o días muy diversos conflictos: prohibiciones de manifestaciones (en Aragón y Madrid), adelanto del toque de queda a las 8 de la tarde (en Castilla y León), suspensión de elecciones autonómicas (en Cataluña), prohibición de reuniones de más de cuatro personas (en el País Vasco), convocatoria súbita de elecciones (en Madrid). La cuestión emergente ya no es la conocida “judicialización” de la política, sino la justicia exprés en asuntos gubernativos. Porque, en todos los asuntos mencionados, las medidas sanitarias o electorales han sido enjuiciadas, al menos de forma provisional, en solo horas o días.
Quizá una parte de la opinión pública esté satisfecha de la rapidez y sorprendente contundencia con la que están respondiendo los jueces. Quizá se está viendo en los jueces la redención de un sistema político desorientado, sectario e incapaz de acuerdos eficaces en lo elemental. Esto no es en sí mismo una sorpresa. Toda comunidad política, en momentos de desconcierto –y este último año lo es- busca liderazgos salvíficos, del tipo que sea. Y quizá eso es lo que se busca ahora en los jueces. Pero bueno será que, en este tiempo de desconcierto, recordemos cual es la función propia de los jueces, en un sistema democrático.
Lo primero: los jueces carecen de legitimidad democrática. No los eligen los ciudadanos. Su legitimidad deriva de su tarea, de imponer la ley (democrática) a los gobiernos y las Administraciones públicas. Por eso, cuando la ley no es muy precisa o detallada, las autoridades gubernativas disponen de mucho margen de opción, que no puede ni debe ser sustituido por los jueces: a menos ley, menos control judicial. Si la ley dice que en caso de epidemia “las autoridades sanitarias adoptarán las medidas necesarias”, los jueces deben ser muy prudentes en su control de las órdenes sanitarias, porque la ley ha concedido un amplísimo margen de opción o decisión a, precisamente, las autoridades sanitarias.
De otro lado, lo propio de los jueces es resolver litigios entre partes, no de forma exprés, sin oír la otra versión de un conflicto. Y bien, en el año que llevamos muchos asuntos se están resolviendo “de plano”, sin prueba, sin oír otra versión. Así está ocurriendo con las ratificaciones judiciales de las órdenes de cierre de establecimientos (que se adoptan con solo oír al fiscal); o en relación con la petición de medidas cautelarísimas (sin audiencia de la otra parte) frente a la suspensión gubernativa de elecciones ya convocadas (en Cataluña), o contra la convocatoria de elecciones (en la Comunidad de Madrid). Esta forma de resolver asuntos, siquiera de forma provisional, es lícita. Pero extravagante. Impropia de la justicia. En un Estado democrático y de Derecho, la justicia tiene sus formas y sus ritmos. No es su sitio la primera línea, sino la segunda. Es comprensible que en un momento de desconcierto aplaudamos a los jueces que en apenas horas, frente a leyes imprecisas y sin audiencia de parte, nos dan mensajes claros. Que anulan o suspenden medidas sanitarias, y nos dejan sentarnos en una terraza; o que confirman provisionalmente la convocatoria de elecciones en Madrid. Pero todo esto tiene sus riesgos. El Estado de Derecho es un invento muy sofisticado cuyo correcto funcionamiento depende, siempre, de que cada pieza cumpla su papel, y solo su papel. En términos sanitarios: todo medicamento (y la justicia lo es) es perjudicial, e incluso venenoso, cuando se toma más allá de la dosis prescrita.